EL TIEMPO EN PEÑARROYA-PUEBLONUEVO

miércoles, 10 de marzo de 2010

EL PRINCIPITO: CAPÍTULO 2

ASI VIVI, SOLO, sin nadie con quien hablar verdaderamente, hasta qué, hace seis años, tuve una avería en el desierto del Sahara.
Algo se había roto en mi motor. Y como no tenía conmigo ni mecánico ni pasajeros, me dispuse a realizar, solo, una reparación difícil. Era, para mí, cuestión de vida o muerte. Tenía agua de beber apenas para ocho días.
La primera noche dormí sobre la arena a mil millas de toda tierra habitada. Estaba más aislado que un náufrago sobre una balsa en medio del océano.
Imaginan, entonces, mi sorpresa cuando, al romper el día, me despertó una extraña vocecita que decía:
–Por favor...; ¡dibújame un cordero!
–¡Eh!
–Dibújame un cordero...
Me puse de pie de un salto, como golpeado por un rayo. Me froté los ojos. Miré bien. Y ví un hombrecito extraordinario que me examinaba gravemente. Este es el mejor retrato que, más tarde, logré hacer de él. Pero, seguramente, mi dibujo es mucho menos encantador que el modelo. No es mi culpa. Las personas mayores me desalentaron de mi carrera de pintor cuando tenía seis años y sólo había aprendido a dibujar boas cerradas y boas abiertas.
Miré, pues, la aparición con los ojos redondos por el asombro. No olviden que me encontraba a mil millas de toda región habitada, Además, el hombrecito no me parecía ni extraviado, ni muerto de fatiga, ni muerto de hambre, ni muerto de sed, ni muerto de miedo. No tenía en absoluto la apariencia de un niño perdido en medio del desierto, a mil millas de todo lugar habitado.
Cuando al fin logré hablar, le dije:
–Pero... ¿qué haces aquí?
Repitió entonces, muy suavemente, como si fuese una cosa muy seria:
–Por favor... dibújame un cordero...
Cuando el misterio es demasiado impresionante, no es posible desobedecer. Por absurdo que me pareciese, a mil millas de todo lugar habitado y en peligro de muerte, saqué del bolsillo una hoja de papel y una lapicera. Recordó entonces que había estudiado principalmente geografía, historia, cálculo y gramática, y dije al hombrecito (con un poco de mal humor) que no sabía dibujar. Me contestó:
–No importa. Dibújame un cordero.
Como jamás había dibujado un cordero, rehice uno de los dos únicos dibujos que era capaz de hacer. El de la boa cerrada. Quedó estupefacto cuando oí al hombrecito que me respondía:
–¡No! ¡No! No quiero un elefante dentro de una boa. Una boa es muy peligrosa y un elefante muy embarazoso. En mi casa todo es pequeño. Necesito un cordero. Dibújame un cordero. Entonces dibujé.
El hombrecito miró atentamente.
Luego dijo:
–¡No! Este cordero está muy enfermo. Haz otro.
Yo dibujaba. Mi amigo sonrió amablemente, con indulgencia:
–¿Ves?... No es un cordero; es un carnero. Tiene cuernos...
Rehice, pues, otra vez mi dibujo.
Pero lo rechazó como a los anteriores:
–Este es demasiado viejo. Quiero un cordero que viva mucho tiempo.
Entonces, impaciente, como tenía prisa por comenzar a desmontar mi motor, garabateé este dibujo:
Y le largué:
–Esta es la caja. El cordero que quieres está adentro. Quedé verdaderamente sorprendido al ver iluminarse el rostro de mi joven juez:
–¡Es exactamente como lo quería! ¿Crees que necesitará mucha hierba este cordero?
–¿Por qué?
–Porque en mi casa todo es pequeño...
–Alcanzará seguramente. Te he regalado un cordero bien pequeño.
Inclinó la cabeza hacia el dibujo:
–No tan pequeño... ¡Mira! Se ha dormido...
Y fue así cómo conocí al principito.

No hay comentarios:

Publicar un comentario